Llevo tiempo preguntandome: ¿Cual es mi forma de hacer la revolución? ¿Cómo hacer el cambio que me gustaría para esta sociedad? Y, desde el corazón, me sale lo siguiente.
Pues bien. Como mujer siento un gran poder, muy potente. Y este pasa por mi cuerpo, alberga en él.
Recuerdo que poco antes de la adolescencia temía que mis pechos crecieran y temía también sangrar y «convertirme en mujer». Con la visión de hoy día creo que sentía tanta presión de lo que significa ser mujer para esta sociedad, veía tanto dolor en las mujeres, que yo no quería ser eso. Me daba miedo crecer, me daba miedo seducir, me daban miedo los hombres, me daba miedo sufrir.
Me vino la regla y, cada 28 días desde la primera, la sangre abundante traía dolor, tensión y cierta amargura. El crecimiento de mis pechos no era bienvenido y me sentía extraña pues no podía entender a qué se debía todo eso.
Con el tiempo me he ido dado cuenta de que despreciaba a mi útero y le sentía como el culpable de mi condición, de esa presión que recae en las mujeres. Y cuando tomé conciencia de esto pude sentir que ahí habitaba mi poder, la trasformación y el cambio. No sólo el mio, si no el poder de cambiar algo en esta sociedad.
Me embaracé y decidí nutrir con amor y conciencia a ese bebé que crecía en mi vientre. Le explicaba que era un ser querido y amado y tambien el acojone que me daba la responsabilidad de traerle a este mundo, de criarle, de perder a esa Ana que era antes de ser madre…
Eligí cuidadosamente a la matrona y a la doula que quería que me acompañaran en mi parto pues sentía que era un momento crucial en mi vida y, desde luego, en el comienzo de la vida de ese nuevo ser. Quería sentirme arropada, cuidada y segura. Quería que velaran por el respeto a mi cuerpo, el respeto al proceso y por la llegada con suavidad de mi hijo.
Mi hijo fue amamantado con mis pechos que hasta entonces sentía hostiles y en ese momento se convirtieron en dispensadores de AMOR , de calor y verdadero placer.
Pasaba horas y horas piel con piel nutriendonos del calor de nuestros cuerpos; le acurrucaba en mis brazos cuando lloraba y mi compañero me sostenía paciente para que yo pudiera vivir esa entrega. Preparaba la comida; escuchaba mis llantos cuando el cansancio me vencía; mecía a nuestro bebé para dormirle y estaba ahí pendiente de nosotros. Con mucho respeto.
Y hoy, desde aquí, me siento verdaderamente tranquila pues sé que este ser con esa capacidad innata para amar no destruida y nutrido de todo este AMOR. Este ser, el día de mañana, buscará la paz en lugar de la guerra y podrá entregar amor en lugar de amargura.
Ahora reconozco y amo mi cuerpo. Mis pechos son acariciados por mi cada día y mi sangre llega suave y fluida sin ningún dolor pues le estoy tremendamente agradecida.
Crio a mi hijo con consciencia, con claridad, mostrandole como estoy. A veces feliz, a veces triste o enfadada. Vital o cansada. Eso no importa, tan solo le muestro lo que hay, pues somos humanos.
Y recapitulando todo esto, me doy cuenta de que es en este lugar donde hago la revolución. Dónde yo aporto mi grano de arena a ese cambio que deseo en esta sociedad, dónde encuento mi poder.
Tan cerquita… en mi propio cuerpo.